Los poetas son sepultureros que entierran palabras
y se contentan con las migajas del diccionario.
Criaturas frugales, no aceptan que las palabras brillen como luces de navíos
vistas desde la playa blanca de la página, desde la banal playa de la vida.
Exigen de ellas la sumisión de las bestias domadas en un circo
o que vayan vestidas con el hábito de los franciscanos.
Pero en la noche frígida barrida por las constelaciones
las palabras desterradas se levantan de sus tumbas
y, en el espacio reservado a las fulguraciones perpetuas,
componen el gran poema del universo.