Mis culpas nunca fueron las mismas.
Hoy doy cuenta de mis actos
en lugar de vivir,
de alucinar en el cuadrilátero
el paso de los días,
alzar las manos,
esquivar el golpe,
y dejar al poema
una vez más sobre la lona.
El aplauso me causaría tristeza,
una ráfaga de luz
me llevaría de nuevo hasta las cuerdas,
los camerinos olerían
a un tiempo que no llega,
a palabras soberbias,
a nombres de mujeres
que persiguen sombras
por amor a mi nombre,
a falsos amigos
que sin dudar me salvarían.
Cuando la campana dejó de sonar
ya mi alma se caía por los poros,
y supe que para otros
siempre fueron las medallas recibidas.
Pero hoy, me detengo ante mis ojos
y me pido perdón,
miro los raídos guantes del pasado
colgar de la pared
como una profecía,
mis fingidos vestigios de gloria,
mis fingidos vestigios de gloria,
y me decido a terminar
este combate de doce pesadillas
que dieron en mi rostro,
sabiendo de antemano
que mi cuerpo será
esa metáfora extendida sobre el ring,
la muerte dirá en los altavoces
que mi tiempo ha pasado,
cesará el bullicio,
y entonces la poesía, victoriosa,
aplaudirá con soberbia
desde la última butaca vacía.
Juan Carlos Olivas