Mi angustia es el eco
de la risa de Dios
Pedro Casariego
Esto que llevo en las manos
es la memoria de un abismo
donde dos muertos se besan y son ángeles.
El albedrío es atroz
y recobro la crueldad de estas paredes,
el insomnio como una imagen tuya
cuando bostezan las ventanas de piedad
y gotean pájaros sin calma de mis ojos.
Por horas caminé enfebrecido de mares
como un hombre ciego,
la tristeza clavaba sus uñas sobre el mundo,
y tú ya no eras
la fiel sacerdotisa del dolor,
sino el ruido de un cadáver que cae
sin horas a la tierra,
la piedra sobre piedra,
o el cuervo sosegado
en la mudez de mi hambre.
Pero en ascuas padecí del enigma,
crucé los ríos de la espesa altura,
conspiré contra los mártires,
contras sus máscaras hermosas en mis ojos,
conspiré contra ti, infinita,
porque llevas enjambres
de ángeles muertos que se besan,
porque das tu pañuelo de sombra a los huérfanos
y a los padres el delirio de sus hijos perdidos,
conspiré y negué darte esta ofrenda
de brújulas y espinas para tu soledad,
porque has reencarnado, sumisa,
una y otra vez
en las últimas esquinas del cansancio
donde ya no pude seguirte
y mis ojos se rendían de agudísimos naufragios,
de esquirlas que tatuaban -puede ser-
el beso de tu muerte en mis párpados,
los incorrectos senderos que tomamos,
el dolor, los espejos,
y todo aquello que era locura para el mundo.
Juan Carlos Olivas